Jesús Miguel GALLEGO, a quien yo he visto nacer artísticamente, muestra desde los primeros acrílicos, llenos de desenfado juvenil, que plasmaba en el primer soporte que caía en sus manos, pasando por sus acuarelas, ingenuas, llenas de ternura, un profundo interés, amor y preocupación por la figura humana, contemplada en las mil y una facetas de sus quehaceres de supervivencia y convivencia.

Su personalidad artística se ha ido matizando, definiendo, configurando y acrisolando. Nunca fue llamado por la vía de las aventuras del color por el color o el abstractismo, aunque quizá sería más correcto decir que recorrió ese canino por la «vía crucis» de la experiencia de un muchacho que siente la necesidad de probarse a sí mismo y, debo decir1o ya, que lo hizo con fortuna, fortuna de la que puedo dar fe, pues soy de los pocos que tienen obra suya de aquellos tiempos primigenios.

GALLEGO pinta figuras sin apellidos, pero con nombre, y ese nombre es pueblo, pueblo en el sentido más lato de la palabra, con mayúsculas, dicho sin menosprecio y sí con amor. Pescadores, gentes de la Rula, gentes de la calle -si se quiere anónimos- pero profundamente singularizadores de nuestro vivir de cada día.

GALLEGO manifiesta una envidiable madurez, madurez en la que destaca el aire de murales clásicos de sus obras, casi composiciones escultóricas por la singular armonización del diálogo coherente, del dibujo, el color y la composición, que les dan una extraordinaria profundidad y un hondo dramatismo.

Pero yo estoy seguro de que estamos ante una primavera espléndida que augura un verano pródigo y exuberante, y que ese alma sin fronteras que esconde en lo profundo de su acendrada asturianía nos reserva sorpresas enjundiosas.

 

JULIAN BARCENA QUINTANA

Enero, 1990